Con los otros sentidos apagados, sólo percibía a través de la piel lo que me parecía una extraña euforia sensorial. Luego, siempre en religioso silencio, Yuko pasó a extender con delicada firmeza y sabia precisión lo que parecían aceites o ungüentos calientes sobre una piel ya totalmente rendida a sus manos. Para entonces, mi mente había entrado en una suerte de nirvana, en el que el mundo, con sus pompas y sus obras, sus afanes y temores, se había desvanecido casi por completo.